domingo, 20 de junio de 2010

Un espejo con borlas

Amparito y Chimo preparaban boda en ese trocito de tierra afortunada, en el que el mar
aporta la vida y la muerte. Dos enamorados sin más pretensiones que las de continuar
en las costumbres y los prejuicios de una sociedad, eminentemente matriarcal, dado que los hombres siempre estaban a la mar y las mujeres padecían soledad apoyándose unas en otras, como si de una gran familia de mujeres se tratara.
Algunos hombres conocían a sus hijos cuando ya iban caminando al puerto a recibirlos.
Ellas los habían parido solas con ayuda de alguna vecina, o en los casos más problemáticos, de una matrona sin título.
Amparito y Chimo alquilaron la casita de la playa de la tía Filomena, para hacer de ella un hogar más o menos digno. Los muebles, todos ellos de herencia, pertenecían a los abuelos de él, que en otros tiempos, fueron personas de posibles con varias barcas de pesca. Ella, con su paciencia y virtuosas manos, bordó un ajuar de hilo y batista, durante años, tal y como su padre le iba trayendo las piezas de tela de sus viajes por alta mar; y una vecina le enseñó a hacer bolillos con hilo de algodón de coser para que acicalara colchas, toallas y tapetes de mesa. Y así, poco a poco llenó el arca de su madre, que en otro tiempo, guardaba las labores para su boda.
Pero Amparito, desde que fue a lavar ropa a casa de un médico de la ciudad, estaba obsesionada con poner en la entrada de su casa un espejo dorado con cordones de seda y borlas, que por lo visto, era la última moda en el centro de la ciudad.
Pero el hilo y las borlas eran caros. Y no hablemos de aquél espejo dorado, con la luna biselada y el marco torneado formando conchas y hojas de parra, que debía valer una fortuna. Así, que después de mucho pensar, decidió que tenía que hablar con Chimo y ver qué se podía hacer.
Chimo, dispuesto a complacerla en todo, le dijo que hablaría con su madre. Así lo hizo, pero la madre puso el grito en el cielo y se negó rotundamente a tal fanfarronería, que no era apropiada ni estaba al alcance de unos pescadores.
Amparito lloró durante días y noches. Ella sólo le pedía a la vida aquél espejo con borlas para mirarse cuando fuera a salir de casa recién peinada. No había consuelo para ella, y Chimo, absolutamente desesperado, decidió hacer algo al respecto.
Había oído en la taberna, que por las noches, algunas barcas salían al contrabando de tabaco, y que a las tripulaciones les pagaban muy bien la singladura. Se acercó sigiloso al tabernero y le preguntó por los detalles de la cuestión. No tuvo más problema, el mismo día se iba a enrolar en una de esas barcas sin que su madre se enterara.
La noche se presentó clara, estrellada, enemiga de los contrabandistas que no quieren ser vistos a distancia. El patrón les advirtió que guardaran silencio y que se cubrieran con ropa oscura, porque tenía la sensación de que algo no iba a salir bien.
Cuando volvían ya a la playa con los fardos del tabaco, una patrulla de la Guardia Civil les estaba esperando en la orilla, pistola en mano. Todos echaron a correr dispersos por la arena y los tiros al aire de amenaza, se hicieron realidades certeras. Hubo dos muertos, uno de ellos Chimo.
La mala suerte llegó a aquél trocito de tierra afortunada en forma de borlas con cordones de seda. Su madre, de luto riguroso, nunca volvió a salir a la calle. Y Amparito, rota por la desdicha, vendió su ajuar a unas gitanas que iban por los mercados. Renunció al matrimonio para toda su vida, y nunca se volvió a mirar en un espejo.

claudieta cabanyal

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